CADA PALO, SU VELA
Nos está costando, y sin modestia de
ninguna clase, me incluyo personalmente en el asunto de darle el verdadero
renglón a lo que acaeció, cuando en el mes de julio del treinta y seis del
siglo pasado, algo que no fue ideológico, sino netamente de dinero y presunción
de clase social, algo mucho más viejo que el tabaco, se puso en marcha, con esa
marcha superior que es el olor a la sangre, entre redobles de campanas y la
alegría de todo el clero católico porque entendían y creían que había vuelto
otra vez la santa inquisición para quedarse para siempre sobre España.
Y con toda la maraña que se escribió y
que se sigue escribiendo que viene desde atrás por largos años, la Historia no
se merece que unas veces por una cosa, otras por otra, en la tradición oral,
que es lo que hasta ahora más ha primado en España, mucho más que la historia
escrita, se siga trasmitiendo de un modo parcial, inexacto, por la pereza de
una parte muy grande de la gente española que no está avezada en la lectura de
la sublevación clérigo-milico-social capitaneada por Franco, y prefiere que se
la cuenten sin tener en cuenta al contador de la misma.
En localidades como Mazarrón, y mucha
parte de la sierra minera cartagenera, abarcando La Unión y hacia el poniente
la zona de Águilas, muchos de los jornales de hambre que entraban en las
viviendas de por entonces, venían de las galerías de las minas, donde los
mineros, encima de que se dejaban las uñas en un trabajo de los más jodidos que
ha inventado el hombre, algunos, Franco atrás y adelante, con excepción de la
época republicana, si un minero tenía la desgracia de morir en accidente, la
piadosa iglesia, el piadoso y más que necesario párroco de su lugar, como había
muerto sin recibir el obligado pasaporte de la bendición apostólica de sus
latines para ir al cielo, era enterrado en el cementerio tras la tapia, en el
corral especial para condenados al infierno, donde los curas sabían que
aquellos allí enterrados no iban al cielo.
Pero es que, encima, en el colmo de los
colmos, aquellos mineros que tenían la desfachatez de morir así de accidente,
generaban en sus deudos una especie de mancha social, que, azuzado y avivado
por los curas, se mantenía como un baldón sobre los supervivientes.
El objetivo que pretenden estos
renglones, por el momento, no es hacer un tratado de buenos y malos, de
republicanos malos para fusilar, y de franquistas buenísimos para beatificar,
pero si, con tiempo por delante me gustaría terminar una exposición histórica,
buque de guerra por buque de guerra a lo largo de la prolongada “lenta masacre
del treinta y seis”, donde se ponga de manifiesto algo semejante a lo que ya
dejé anotado para la crónica futura en mi trabajo Españoles en Cuba, respecto al
comportamiento de la Marina Guerra en la guerra Hispano-Norteamericana.
Comportamientos absurdos como la tapia
separadora de muertos en los cementerios, que después sirvieron de soporte de
fusilamientos mojados con agua bendita, unido a muchas costumbres echas leyes
locales, le dieron cansera a las gentes del común, que no levantaban cabeza en
el hecho de las hambrunas, y estamentos, clero, ejercito y el casino hicieron
todo lo posible, y lo lograron, de que en las dos Españas, para una media, una
peladura de patata era una puta peladura, y la otra media España publicitaba
que se acaba de inventar en el laboratorio de investigación de un seminario, un
alimento procedente de la monda de la patata que hacía a los españoles más
recios en sus convicciones de pueblo elegido por dios.
Del mismo modo que el albañil tiene la
obligación profesional de construir las paredes con una verticalidad duradera,
la historia escrita, el relato de la crónica, de la cual a racimos breves va a
ir después a beber la crónica oral, aquellos que hacemos renglones, estamos en
la obligación primera de exponer los hechos sin cascabeles, documentalmente,
analizando la documentación al respecto. Y aunque todo lo acaecido desde el año
del treinta y seis del siglo pasado hasta el día de hoy está muy fresco,
sabemos que existe un realidad muy a la española que consiste en quemar
documentación al respecto. Y antes de que todo desaparezca de los archivos,
expongamos los hechos tal y como sucedieron.
Y cada palo que aguante su vela.
Salud y Felicidad. Juan Eladio Palmis.